Julio Martínez Molina
Preludiados quizá no tanto por Orwell como por la historieta Custer (1986), con los reality shows -en la televisión ya desde antes que en 1999 se emitiese el primer Gran Hermano oficial en Holanda-, este medio de comunicación arribó a la etapa de entronización absoluta de lo trash o basura como concepto definitorio. La humanidad y la sensibilidad del individuo, preceptos básicos aparejados a las conquistas de los procesos revolucionarios post-1789, quedaron apisonados a partir de su puesta en funcionamiento, a medro del voyeurismo personal, el morbo, el odio social o los raseros totalmente desvirtuados a la hora de medir los presuntos talentos de las personas.
Ya el asunto ha llegado a ribetes tan increíbles de imbecilidad o malignidad, según se mire, que, por citar uno solo entre innumerables ejemplos, millones de personas se quedan aleladas en sus televisores mientras que alguien tan profundamente insulso como la norteamericana Kim Kardashian decide cuál vestuario ponerse a la mañana.
Nadie ha resumido el fenómeno de modo tan genial, mediante solo una imagen, como los creadores británicos de la miniserie Dead Set, cuando en el segundo capítulo insertan a un zombi contemplando con inaudito interés uno de estos reality. Es eso en cuanto convirtieron a muchos espectadores estos espectáculos, cuyo surgimiento algunos teóricos occidentales profukuyamistas sitúan en tanto consecuencia de la supuesta desaparición del debate ideológico-político tras la caída del Muro de Berlín y los cambios de costumbres sociales derivados de las transformaciones tecnológicas, no exentos de razón solo en lo segundo.
¿Quién es -o qué es- Kim y la familia Kardashian? A raíz de su surgimiento, hace ocho años, una experta reflexionaba que “los Kardashian son un fenómeno digno de análisis. Y no solo por la capacidad de seducción que ejercen sobre millones de estadounidenses, sino principalmente porque han sabido transformar ese poder de sugestión en una máquina de hacer dinero sin precedentes en la historia de las celebridades vacuas”.
En fecha ya lejana como 2010, el clan ganó 80 millones de dólares de Hollywood –mucho más que grandes estrellas de Hollywood- por conducto de sus tres reality shows en la televisión norteamericana, cuyo éxito de audiencia les permitió abrir infinidad de negocios en distintas líneas. Todo comenzó, tres años antes, en 2007, mediante el show Keeping up with the Kardashians, donde cada jornada el espectador seguía los avatares de Kourtney, Khloé y Kim, tres hermanas ventiañeras de la zona más rastacuera de Los Ángeles; Kris Jenner, la madre, viuda de Robert Kardashian, un abogado conocido por defender a O.J Simpson durante el celebérrimo juicio por asesinato; el atleta Bruce Jenner, padrastro y nuevo marido de Kris; y Kendall y Kylie, sus hijos.
Pese a que El Show de Truman (Peter Weir, 1999) lo anticipó, no llegué a pensar -ni en mis días de más claro oteo al futuro- que el grado de estulticia de la especie humana pudiese llegar a los niveles de sentarse frente a un televisor, horas y horas, para ver ir a hacer pis o salir de compras a unas descerebradas cuya punta de lanza (la detestable Kim) luce como únicos galones haberse pasado por la piedra a medio Beverly Hills, sus estruendosos implantes de glúteos y senos, y subir sus fotos o videos pornos a Internet.
Vamos a ver, las Kardashian son idiotas, pero quienes maquinan el meganegocio detrás de ella no. Las orgías de Kim se planifican cuando el rating decae. Nada anda aquí al azar, porque estamos hablando de la primera liga del audiovisual comercial norteamericano. Business duro con calculadora.
En múltiples ocasiones, hasta el propio presidente Obama ha criticado al clan y en especial a Kim, dado el furor que concitan en epicentros de la construcción de sentidos actuales como las redes sociales. En entrevista publicada hace dos años, afirmó: ““Los chicos de ahora están expuestos a cosas a las que no estábamos nosotros. Entonces no había una ventana abierta constantemente al estilo de vida de los ricos y famosos. Los muchachos no estaban pendientes todo el día de cómo se viste Kim Kardashian o de a dónde se va de vacaciones Kanye West (su pareja) ni pensando en que eso es el ejemplo de éxito”.
Al culminar el comentario, leímos la triste noticia de que Keeping Up with the Kardashians (más diversas producciones derivadas con individualidades de la familia) ha sido renovado por cuatro años, por una cifra récord en el giro de 100 millones de dólares para estos buenos para nada, no sea para embobecer a la masa cordera que alienta -sumisa e ignara-, tales excrecencias audiovisuales.
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