Julio Martínez Molina
En varios de sus comentarios el autor, asiduo colaborador de Fanal Cubano, se ha detenido a alertar sobre la propagación campal del irrespeto ciudadano, el destierro de virtudes o los perjuicios que le está provocando a la sociedad cubana -y el daño irreversible capaz de ocasionarle- la entronización/validación del punto de vista de ese sujeto quien, de antaño elemento satelital colectivamente censurado, mutó (como consecuencia de la recidiva o coletazos dejados en los modos de actuación ciudadanos por esa etapa ingrata de la historia reciente llamada período especial) a actor común con peso e influencia dentro de los escenarios endógenos. Capaz incluso de imponer -al amplificar y extender sin contención ni entre sus semejantes ni por parte de las autoridades- sus directrices conductuales antiéticas. Determinadas estas, obvio es, por su ausencia de educación, cultura o valores cívicos.
El periodista y narrador Leonardo Padura -cuyos comentarios para IPS ningún colega debería soslayar-, primeramente da un “cuadro de color” de aristas del fenómeno aludido, antes de ubicar génesis en su texto Urbanidad, publicado por dicha agencia el 16 de abril de este año, el cual debemos leer y agradecer.
Focaliza el autor de El viaje más largo una barriada habanera -por extensión, cualquiera cubana- donde los “vecinos, cada día, a cualquier hora encienden el reproductor y disfrutan ostensiblemente de la música (…) del reguetón de moda. Los fines de semana comienzan la audición bien temprano en la mañana y la terminan ya avanzada la noche. Colocan el audio de su equipo en el máximo volumen que es capaz de emitir, pues así ellos disfrutan mejor del reguetón. Y lo hacen sin conciencia de lo que genera su acto. Los vecinos del reguetón permanente ya se han acostumbrado a escuchar la música a toda hora y siempre al mayor volumen, y también se han adaptado a vivir respirando el hedor que, dos casas más allá de la suya, expele la cochiquera que otros vecinos construyeron en su patio (...) desde su próspero chiquero esos vecinos regalan a la cuadra la fetidez generada por sus cerdos (…).
“La cadena de desmanes pudiera ser seguida hasta el final de la cuadra, porque otros vecinos barren su casa y lanzan a la acera una basura que incluye deposiciones de sus perros; otro vecino parquea su moto en la misma acera (…) donde, cuando llega el agua, la friega, para tenerla reluciente, como a él le gusta, sin preocuparse por interrumpirle el paso a los transeúntes, menos por hacer correr la mugre y muchísimo menos por haber tirado a la calle la lata de cerveza que, exultante, ha bebido mientras pule su propiedad. Pero todavía hay otro (…), aunque la basura y los cerdos apesten y la música del reguetón casi perfore tímpanos, capaz de colocar en plena acera un sillón de hierro para, en short y sin camisa, tomar la brisa y ver pasar a la gente. La cadena de desmanes, en realidad, no termina allí: cruza la calle lateral, también la frontal, y continúa, con similares o nuevas manifestaciones y se propaga por el barrio, el municipio, la ciudad, el país. Se mueve como una plaga, una pandemia, o peor aún, porque su origen no es un virus o una bacteria, sino algo mucho más intangible pero peligroso: es un estado de ánimo”.
Añade el creador de Mario Conde en retrato no detectivesco, sino documental, habida cuenta de su fidedignidad: “Lo que sí creo y pienso es que ese estado de ánimo caracterizado por la indolencia, la falta de conciencia en las consecuencias para los otros de los actos propios, la prevalencia de nuestros problemas (…) y el desprecio por los conflictos y derechos de los otros, se ha entronizado en la vida cubana de un modo que ya ni siquiera calificaría de alarmante. Porque ha pasado a ser natural”.
Define causas el rastreador de Heredia, Hemingway o Trostsky: “La crisis de los años 1990, durante los cuales la gente en la isla se jugó la supervivencia; el fraccionamiento de los estratos sociales que a partir de entonces comenzó a producirse y no ha dejado de crecer; los consabidos problemas en la educación con el éxodo de viejos y mejor formados maestros; las necesidades económicas permanentes en una ciudadanía que por el resultado de su trabajo obtiene un salario insuficiente para vivir; el quiebre de valores morales antes arraigados, entre otras, son las causas que han permitido, primero, el crecimiento de la marginalidad y, de manera mucho más abarcadora, la indolencia de las actitudes sociales, cotidianas y de convivencia de un porciento creciente de la población. (…) Las crisis no solo alteran las estructuras de una sociedad. También afectan su salud. Y la sociedad cubana de hoy está enferma de indolencia, pérdida de valores, falta de respeto por el otro y ausencia creciente de urbanidad. Y los desmanes que genera esa insuficiencia siguen creciendo, diría que, lamentablemente, casi indetenibles”.
De estos fenómenos no solo ha escrito Padura, sabemos. A propósito de la carta a Juventud Rebelde de un pintor atormentado por la agresión sonora al sueño de su niño, José Alejandro Rodríguez -quien viene comentando estos asuntos desde hace años en Acuse de Recibo-, se preguntaba en reciente columna si nuestros descendientes tendrían que acostumbrarse a convivir con atentados a la coexistencia pacífica semejantes. De no echar luz y contribuir todos cuanto podemos, con fuerza, comprensión e intencionalidad a revertir esta visión empobrecida del arte de vivir; me temo que sí, querido Pepe.
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