Emma Sofía Morales
La cienfuegueridad entra por el olfato. Quien no sea capaz de olerla, se pierde su esencia. Es el olor de las calles, de la gente y sobre todo, de la bahía. Ser cienfueguero es una actitud ausente de regionalismos que marca la diferencia con el resto de las poblaciones de la Isla: somos cubanos, somos cienfuegueros, somos iguales y diferentes. Somos diferentes desde la misma arquitectura, el trazado urbanístico, caso atípico entre las urbes cubanas, pero es la bahía la que impone el sello distintivo.
Fuente de riquezas como sugiere su nombre en lengua aborigen, la bahía de Jagua, al centro sur de Cuba, es responsable incondicional del influjo que ejerce la ciudad de Cienfuegos sobre quienes desde adentro la saborean y desde lejos la añoran.
Escenario de sucesos dignos de la memoria histórica de una urbe fundada por franceses en el siglo XIX, que llegó hasta el presente como una de las más conservadas de Iberoamérica y con valores reconocidos para que su centro histórico fuera declarado por la UNESCO Patrimonio Cultural de la Humanidad.
Aun cuando no aportara a las razones para inscribir a este sitio dentro de la Lista de Patrimonio Mundial, a la bahía perlasureña le cabe por derecho propio el orgullo de yacer como ese paisaje natural de excepción donde se asoma la ciudad, irremediablemente apegada a sus riberas.
Antes y después de la visita de Cristóbal Colón a la rada en 1494, sucesivos navegantes frecuentaron sus predios y comprendieron a primera vista hallarse ante un lugar de privilegios geográficos, bellezas desconocidas y cualidades que le ganaron entre los entendidos el sobrenombre de Gran Puerto de las Américas.
Al recorrer sus inmediaciones antes de emprender un viaje hacia el oriente de la Isla, Diego Velásquez ponderó las virtudes de este retazo de mar, casi discreto y apacible al que consideró “un puerto muy provechoso para los que vienen de tierra firme”.
Recodos y rincones provistos de una exuberante vegetación costera resultaron albergue seguro para corsarios, piratas y filibusteros, quienes acudían a su abrigo en busca del refugio natural que les proporcionaba su contorno en forma de bolsa para comerciar con los moradores de la comarca o cometer fechorías de la peor especie. Belleza y riqueza se complementaron para atraer a sus orillas a bandidos de los mares en busca de provisiones y su estratégica ubicación resultó ideal para encontrar un escondite perfecto.
Tal vez el primer pirata que frecuentó la bahía de Jagua fue Guillermo Bruces, quien llegó con sus secuaces a la zona con el propósito, según algunos cronistas y leyendas populares, de enterrar cerca de la ribera un caudaloso tesoro.
Tomás Baskerville y su escuadra irrumpieron en Jagua en 1602 para sacar algún provecho de su estancia, mientras que en 1604 aparecieron, provenientes de latitudes diferentes, los tristemente célebres Alberto Girón y Juan Morgan y en 1628 el pirata holandés Cornelio Foll, quien robó cuanto estuvo a su alcance, violencia mediante, como lo hicieran posteriormente Lorenzo y Carlos Graff.
Desde la fundación de la entonces villa Fernandina de Jagua, el 22 de abril de 1819, crecieron los beneficios que el puerto reportó al desarrollo y consolidación de la joven colonia en ese abrazo indisoluble entre la actividad comercial, la fabricación y exportación de azúcar y otros productos, la riqueza de la fauna marina, los valores ecológicos y naturales y por supuesto, la oportuna ubicación al centro de la Isla para el traslado de mercancías hacia el oriente y el occidente del país.
Le sobran razones para ser considerada una de las más importantes en la Mayor de las Antillas, mientras agrega virtudes como la de ser una ensenada con uno de los ecosistemas más saludables en la Isla. Alrededor de 88 kilómetros cuadrados componen la superficie de esta dádiva de la naturaleza caribeña en forma de bolsa, que alcanza su mayor profundidad a unos 60 pies, justo entre los cayos Carena y Alcatraz, valorada por expertos y deportistas como una pista acuática de lujo para la práctica de especialidades náuticas.Un estrecho y sinuoso canal de unos tres kilómetros del longitud la conecta con la inmensidad del Caribe y le proporciona la notoriedad de ser una rada generosa y serena al propiciarle protección y evitar con ello excesivas y peligrosas penetraciones de mar.
Admirada por sus cualidades turísticas y recreativas, marítimas, portuarias e industriales, perfecta para la pesca o como reservorio natural, suma virtudes mientras está reconocido como el segundo complejo portuario del país y el más relevante en la costa sur de la nación. Pero no hay mayor valía que la de su atractivo y natural belleza, la capacidad de seducción que ejerce entre quienes la disfrutan, esa personalidad irrepetible de la cual dota a la ciudad, su magnetismo disfrazado de azul, la serenidad de las aguas, el misterio de sus destellos.
Es un pedazo entrañable en la vida de todos los cienfuegueros, paradójicamente particular y compartido, espacio donde se reafirma el sentimiento de pertenencia, se multiplican amores y se torna infinita en el afecto de quienes nacieron a su vera. Es la inspiración de artistas de la plástica, de poetas y músicos atados a sus reflejos, la del litoral donde se encienden los luceros de José Ramón Muñiz, quién sabe si la que abrigó la tornasolada garza presentida de Luis Bouclet, la novia cómplice y perpetua que respiró Florentino Morales, la del explosivo pincel de Leandro Soto, la de misterios y leyendas de pescadores, mantas gigantescas y luces salvadoras. Es la que le regaló a Cienfuegos su aroma inigualable, ese que aparece y se esfuma tras los rincones con la destreza de permanecer en los sentidos y los corazones entre lo entrañable y lo certero, como refugio de nostalgias innombrables.
Eterna, salada y lenta, presuntuosa y excesiva, viva como su historia misma, formidable como su geografía, egocéntrica y mágica, seductora y generosa sin padecer soledades ni olvidos, es el presagio de lo eterno en el lugar del tiempo histórico y humano, la caricia azul para una ciudad.
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